Por: Julieta Benvegnu

La historia de la humanidad se encargó de acercar los genios a los locos. Es sabido que locura y cordura quedan fuera de discusión frente a las acciones de ciertos artistas, porque más allá de la justificación de su actuar, lo que queda es el acontecimiento. Los ojos de Chris rendían tributo a su apellido, llevando la carga de un algo que venía de algún otro lugar, de algún otro tiempo… no por distraído, sino porque ponían de manifiesto una extrema concentración en la idea que estuviera rebotando en su cerebro en ese preciso momento. Fuera la que fuera, Chris no dudaba en llevarla hasta las últimas consecuencias, desdibujando los límites entre ficción y realidad utilizando (casi siempre) su cuerpo como medio. Decime una cosa, ¿cómo no amarlo por eso?.

Recién comenzados los setenta el joven arquitecto estudiaba en la Universidad de California un flamante posgrado en arte. De ojos ávidos, mente inquieta y cuerpo sereno, Chris se hizo notar entre sus compañeros a partir del trabajo que propuso para su recibimiento. De alguna manera logró introducirse en un casillero por cinco días y noches enteras. Nada de trucos o interrupciones, sólo agua y un recipiente para orinar. Si un estudiante entraba y quería hablarle, Chris respondía en cada momento. Eso fue sólo el comienzo.
A partir de entonces, Chris comenzó a centrar su obra alrededor de un único material… su cuerpo. Entender la obra de Burden es situarse en una época. Sus performances estaban enmarcadas en el surgimiento del arte conceptual de los setentas, donde los jóvenes artistas buscaban hacer un arte libre de objetos, un arte paralela a aquella autorizada que ponía para cada uno de los cuadros y esculturas un precio. Difícil es comercializar un acontecimiento. El lema era: cuerpo y acción como único material del acontecimiento artístico y, mientras dure, NADA por fuera de ello. Afortunadamente, hay suficiente documentación (filmaciones y audios) que nos permite espiar esos momentos, sin embargo, no podemos sentir ni en cuarto del vértigo que seguramente experimentaron los asistentes a sus proyectos. Por ejemplo, Chris consideraba que los disparos eran una imagen poderosa de identidad estadounidense. Por eso, diagramó una performance en la que recibiría un tiro en un brazo. Originalmente la bala debía rozarlo, pero le dio de lleno en el brazo izquierdo. El evento trascendió, ¿cuál era el límite para este artista?
Las galerías le abrían sus puertas, se lanzaban a lo impredecible; Chris siempre fiel a sí mismo y a su concepto, no adelantaba demasiado acerca de sus instalaciones. En este ciclo se encuentran las performances más controversiales: se clavó a sí mismo a un auto “escarabajo” atravesando sus manos al mejor estilo crucifixión; se ató en ropa interior de pies, cuello y manos a un piso cercano a dos baldes plásticos con agua que tenían un tomacorrientes dentro; pasó días sin tomar agua ni hacer pis debajo de un cristal mientras un reloj mostraba el paso del tiempo…
En cada ocasión los espectadores tenían una experiencia visceral que los ligaba directamente con Chris porque eran testigos de una posible muerte. La posibilidad va más allá de la probabilidad. Chris diagramaba en detalle sus instalaciones. No buscaba morir, pero para él ese acercamiento al límite entre vida y muerte debía ser cierto o simplemente no había acontecimiento. Todos los observadores de sus performances tomaban la decisión de no intervenir, de no acercarle agua o ayudarlo a levantarse, viviendo una fuerte tensión entre ficción y realidad. Por un lado, el hecho concreto de que presenciaban una instalación artística y por otro, una vida real que corre peligro. Lo que entra en contradicción allí para el público es que no vale la pena morir por una ficción, y un hecho artístico, es justamente eso. Sólo los locos mueren por algo que ellos mismos se han inventado. Eso lograba Burden. Llevarlos al límite en todo momento. Nadie se aproximaba a la obra. Si alguno quería ayudarlo, como quien le acercó agua en la performance del vidrio porque supo que si no bebía agua terminaría muerto, Burden daba por terminada la performance. Quien se anima a no catalogarlo de loco, comienza a cuestionarse conceptos tan fuertes como los de vida y muerte.
Pasada esta primera etapa Chris, trasladó esta sensación de vértigo a sus esculturas, como la rueda gigante de acero en movimiento que creaba a su alrededor un campo energético de peligro y alerta. También su mundo gigante de cruces ferroviarios, que ilustraban un miedo histórico real, aquel que pensaba que los rieles del tren se “comerían” al mundo a su debido momento. Con el tiempo, la serenidad de Burden terminó de tomarlo y se mudó al campo (al cañón de Topanga) para seguir produciendo.
Tras su muerte en 2015, el mundo lo recuerda como uno de los primeros performers. Nada de arte de elite, el espectador actúa, es parte, o nada está vivo, nada está sucediendo. Lo amamos por impredecible, por obsesivo, por auténtico. Lo amamos porque, sencillamente, es imposible dejar de hacerlo.