Por: Esteban Prol

Recordar no es lo mismo que acordarse. Lo primero, se imprime. Lo otro es -o fue- anecdótico.

Recuerdo los elementos de la tabla periódica y puedo decir la tabla del seis, rápido y sin temor a equivocarme.
Recuerdo mi primer beso en una fiesta del colegio. No me acuerdo ni el día ni la hora, pero sí que era de noche y que ella era lo más lindo que jamás podría haber imaginado.
Hay una memoria plana que está llena de datos, cifras y cantidades. Pura información. Es como una biblioteca de babel: infinita, con grandes y pesadas enciclopedias que se consultan de a ratos, y que se resisten a la papelera de reciclaje mental.
La otra memoria es ingobernable. Está allí, donde residen los recuerdos. Donde un breve estímulo te trae la historia junta y te grita “¡Presente!” desde primera fila.
A veces, según la geografía y el interlocutor, se amplifica y se corrige torpemente en el momento y hasta cambia de tonalidad. Sin embargo, el origen de la historia es el sentimiento original: ese que crece y se modifica, según la perspectiva.
A ese sentimiento no le preocupa el tiempo. De hecho, a veces se ríen juntos mientras uno los observa a la distancia.
Lo resistente y lo ingobernable: dos pilares que sostienen la memoria y, ante la amnesia voluntaria o transitoria, nunca falta quien te recuerda ni el que te hace acordar.
Un día te diste cuenta que caminaste con la valija abierta durante kilómetros y años. No sabías si volver a juntarlo todo o dejarlo así. Al menos, te detuviste y eso te hizo mirar hacia atrás para ver de dónde venías, con tanto ruido y distracciones.
¿En qué orden los volverías a acomodar si volvieras tras tus pasos? Nada de lo que quedo en el camino tiene sentido en el punto en el que estás: son recuerdos que te formaron, la creencia de quién sos hoy.
Saber que una foto existe y dónde está guardada te deja tranquilo, pero volvés a verla de vez en cuando sólo para repasar la felicidad que tuviste en aquel momento. De repente, te das cuenta que todo lo que llena un espacio pesa y hace la marcha más lenta.
Con los recuerdos pasa lo mismo. Algunos son livianos y empujan como el viento. Otros, hasta que no pidas perdón -o perdones- no van a ceder ni un gramo.
Un museo físico lleno de suvenires que les robaste a la felicidad. Todos puestos en una repisa, escritorio, caja, cajita, cajón, de cartón, de madera, baúl antiguo, baúl de supermercado, caja de plástico…
Guardados en un sótano, en un altillo, en una baulera propia o alquilada; cuadernos escritos y dibujados, agendas intervenidas con garabatos que hiciste mientras hablabas por teléfono o enviabas claves morse emocionales.
Mientras terminabas el mejor dibujo en la hoja del mes de junio, dedicado a quien tanto querías, y deseabas darle en bandeja tu corazón. De eso nadie se enteró. Solamente vos, que al abrir esa agenda te diste cuenta de tu capacidad de amar.
Y así fue que celebraste, riéndote piadosamente de quién eras y de quién sos ahora.
Un museo digital lleno de sentimientos 3-D que, a través de la pantalla, no recortan ni proyectan.  Los primeros archivos de word, tus trabajos de la tesis, tus primeros diseños, las descargas de músicas, películas, comics y series enteras que nunca terminaste de ver.
Mails que nunca leíste, fotos y viajes de incalculable valor, el backup de celulares, videos asquerosos, tontos y sublimes, resúmenes de cómo vivir mejor…
Cuando el disco “C” te avisa que está lleno, la mitad lo mandas al “D”, y cuando el “D” colapsa, compras memoria externa, disco duro externo y así en espiral. ¿Qué sigue?
La valija vacía.
El tiempo es el enemigo público número uno del mundo. Y más vale creer que me estoy llevando lo mejor de esta vida: dejo todo, sé quién soy, pero voy a recordar cada momento compartido con vos en esta vida.